El silencio de la magia - Capítulo II

 
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Cuando Mercedes le da el libro, Mariana no puede evitar tratar con reverencia el grueso tomo encuadernado en azul oscuro.

    «El pasado de la magia: bases arcanas de la relación de las brujas con sus elementos». La joven recorre el trazo de las letras plateadas, que están labradas en el cuero. No necesita sus cualidades de empática para saber que Mercedes, de pie a su lado, se está impacientando: incluso antes de que diga nada, puede sentir que la bruja quiere urgirla a que lo abra, exactamente igual que cuando Adrián envuelve sus regalos en telas y lazos el día de su cumpleaños.

    —Es más interesante por dentro, a no ser que no sepas leer —dice Mercedes—. Porque sabes… leer, imagino.

    Cuando Mariana levanta la cabeza, se encuentra con que la señora tiene una mancha de rubor debajo de los anteojos, y tiene que morderse la mejilla por dentro para evitar sonreír.

    —Aunque no supiera, señora, tiene mucho más fuste cuando lo abres —dice, señalando uno de los esquemas que pueblan el interior del tomo—. No sabía que los tratados de magia vinieran con dibujos.

    —Estos sí.

    En el libro no hay solo dibujos de plantas como los que Mariana ha visto cuando lo ha abierto por la mitad sin ningún criterio: también diagramas explicando por qué el agua adquiere sus formas, las presiones del aire, qué hace el fuego arder. Mercedes le habla un rato de esos otros elementos que solo le resultan un poco más extraños del que se supone que es el suyo. «Cultura general», lo llama. Mariana se quejaría para sus adentros, pero a decir verdad la lección le está resultando fascinante, y no se le antoja así sólo por cómo le brillan los ojos a la señora al hablar.

    Pero, cuando pasan a centrarse en la tierra, a Mariana se le acaban las chispas. Sabe lo que está intentando Mercedes con la clase: Adrián ya lo hizo en su día. Supuestamente, entender lo que está haciendo con su poder en lugar de concentrarse en la imagen difusa de un hierbajo saliendo de la tierra la tiene que ayudar a encontrar el hilo de conexión de su elemento que ha perdido.

    El problema es que eso no ayuda para nada cuando la conexión, más que perdida, es inexistente.

    —No te voy a examinar, Mariana.

    —Es que ya he intentado esto, sabe usté —responde ella, antes de acercarse el libro para leer en voz alta—. Lo de «la tierra es vida durmiente y las brujas de este elemento pueden llamarla y domarla…» ¿Lo he dicho mal?

    —No —responde Mercedes, que tiene el ceño fruncido, y arrastra el volumen de la nariz de Mariana a la mesa.

    La mayoría de la sesión ha sido ella quien ha leído, y no le ha dado importancia a como Mariana entrecerraba los ojos cuando le mostraba los diagramas. Pero no puede obviar que la muchacha acabe de plantarse el volumen en la nariz para leer una frase.

    —Mariana —dice, mientras ella la mira cual cervatillo asustado— tú no tienes costumbre de leer, ¿estoy en lo cierto?

 

A la mañana siguiente, Mariana se levanta cuando el alba apenas raya. La tarde de ayer, en lugar de hacer que se frustre y tenga ganas de llorar, la ha llenado de algo que se parece bastante a la ilusión. Por mucho que se acostase tarde después de terminar la cubertería, está descansada. Incluso tiene ganas de afrontar el día. Es como si esta hubiera sido la primera noche que ha dormido de verdad desde llegar a Trasmoz.

    —Criatura, pero ¿tú qué haces aquí ya? Si ayer te quedaste hasta las tantas.

    Fina, la cocinera, la mira desde los armarios, donde está colocando los platos de anoche. Es una mujer grande con brazos que podrían tumbar a una mula de un golpe, y aun así Ramón insiste en llamarla Paca por mucho que lo odie y amenace a todo el que se atreva a usar ese nombre. A veces Mariana piensa en que hay algo debajo de la extraña camadería que se llevan, y otras, que el hombre de los caballos es simplemente un petardo por adorable que sea.

    —Ya no tengo más sueño, Fina. Y he aprovechado para asearme bien y tó’, así que aquí estoy.

    —Pues tu verás. Puedes salir por esa puerta y esperar un ratico al sol mientras yo hago como si no te he visto o ir preparando los manteles.

    —¿Y el pan? —pregunta Mariana, mirando las hogazas humeantes a la vez que se le queja el estómago.

    —El pan me lo acaba de traer el niño de la Patricia, y si no fueran todos en esa familia del fuego me estaría preguntando como es que no se ha quemado. Tú arregla la mesa grande y luego vienes y nos ponemos con los desayunos, anda —responde, sacándose una llave del cinturón—. Mira, para los manteles, que están en los cajones del comedor.

    —¿Y tú?

    —¿Yo? A pelearme con las gallinas, que defienden muy bien lo suyo y la señorita se pone buena si no desayuna sus huevos.

    La cocina está vacía cuando Mariana vuelve de preparar el servicio. La muchacha no sabe qué tienen que hacer unas gallinas contra una señora tan grande como Fina, pero asume que ya que ha bajado al corral se habrá entretenido en cambiarles el agua y echarles comida. La muchacha, después de lavarse las manos, echa mano al cuchillo del pan y coge la ancha hogaza con firmeza. Después de darse un momento para recordar el grosor de las rebanadas, que para Fina es tremendamente importante, rasga la corteza con un único movimiento firme.

    En Cái’ tié’ la Bizcocha/un café de marineros/y en el café hay una niña/coló’ de lirio moreno —canta en voz baja, casi sin darse cuenta.

    La copla, más que acompañarla, la absorbe: está ella y el cuchillo y su canción: en la cocina vacía se deja cantar como no lo ha hecho en semanas, porque lo hace por gusto y no por arte, y no deja que nadie le escuche cuando no es algo que ha entrenado hasta perfeccionarlo.

    —…y pa’ duquitas, mare de mi arma/pa duquitas negras/las que tié la… ¡Margarita!

    El cuchillo del pan le salta de la mano y vuela hasta el otro extremo de la mesa a la vez que exclama el nombre de la muchacha, que está apoyada en el quicio de la puerta de la cocina.

    —Es una canción muy bonita.

    —Sí, pero yo no… Que yo no canto, vamos.

    —¿Cómo que no? Pero si yo te he escuchado.

    Mariana le ve la sonrisa debajo de las ojeras y de la falsa incomprensión y de la sonrisa cansada y decide que aquel brillo en sus ojos verdes vale todo el bochorno que ella pueda estar pasando.

    —Que no me… Que no, que es que mi tío Adrián canta en mi casa y se me pega —explica, mientras va a coger el pobre cuchillo, que está al límite de la madera—. No se lo digas a nadie, que me da toa’ la vergüenza del mundo, Margarita.

    —Vale —le concede—. Pero me gusta como cantas.

    Fina llega en ese momento y distrae la conversación hacia la mala leche que tienen las patas, pero lo que no logra llevarse con su alegre parloteo es lo que han causado las últimas cinco palabras de Margarita en los pobres nervios de Mariana. La muchacha mantiene la compostura a duras penas mientras lava el plato de su propio desayuno y sirve los de los señores en silencio.

    Por suerte en el comedor hay un ángel que la distrae de su nerviosismo.

    Gabriel está estúpidamente dramático esta mañana, y su tía, como no podría ser de otra manera, está atenta a todos sus suspiros. A Elvira no se la ve por ningún lado, y teniendo en cuenta que Mariana ha decidido reservar su cubierto en vez de ponerlo con los demás, lo agradece bastante.

    —¿Ocurre algo, Gabriel? —pregunta Mercedes, después de dejarse la servilleta en el regazo— ¿Es que no es de tu agrado la comida?

    —Ay, tita —replica él, después de otro hondo suspiro.

    Mariana, en la esquina del comedor, se esfuerza por mantener la espalda bien tiesa. Dan exactamente igual los días que lleva en Trasmoz: cada vez que Gabriel desliza su tono meloso en una conversación tiene que reprimir una sonrisa.

    Le gustaría bastante que solo fuera porque le hace gracia el sonido de su voz.

    —Estoy melancólico —continúa.

    Alonso no dice nada, pero deja de atender la panceta para mirarlo a él, lo que viene siendo la mayor demostración de atención que puede hacer el hombre.

    —¿Echas de menos la ciudad?

    —No, Zaragoza, no. Parte de mis pensamientos están siempre en un lugar más campestre, por así decirlo. Tú y yo tenemos eso en común, tía.

    Mercedes tensa los hombros, y Mariana se pregunta a qué se referirá Gabriel cuando viven literalmente en mitad de los campos de Aragón.

    —Es Inglaterra lo que echo de menos. No solo mi instrucción: apasionante cómo fue tendría otro sitio en mi memoria si no hubiera tenido lugar en tal hermoso escenario. La lluvia que me acompañaba en mis despertares, los verdes valles que me vieron ganar tan profundo poder y control de mi magia. Todo me da morriña, hasta los desayunos. Veréis, tíos, había una suerte de flan que preparaban, porridge era el nombre: no he podido olvidar, en todo mi tiempo de vuelta aquí, lo que era despertar con aquello en la mesa.

    —¿Estás acaso indispuesta, Mariana?

    Mariana pone toda la fuerza de voluntad que tiene en enderezarse después de la risa que acaba de convertir en tos. Si el relato de Gabriel ya le ha parecido cómico desde el principio por aquella grandilocuencia desmedida, no ha podido soportar el exagerado acento que le ha puesto a la palabra «porridge». Quiere contestarle a la señora que no se preocupe, pero cuando abre la boca lo único que amenaza por salir es otra risa que tiene que volver a ahogar.

    —Será mejor que vayas a por agua. Que venga alguien más.

    La muchacha le pone todo el respeto posible a su asentimiento, pero en el pasillo hacia la cocina se le saltan las lágrimas, y para cuando se sienta junto a la gran mesa que hay en mitad de la habitación, está francamente llorando.

    —¿Qué te pasa, niña? —pregunta Fina, preocupada al ver como entierra la cabeza entre las manos.

    Ella sale de su madriguera para negar con la cabeza y decir «na’» antes de secarse los ojos.

    —El señorito Gabriel.

    —Que Gaia me libre —suspira la cocinera— ¿Qué ha hecho ahora?

    —No, si es que… No tiene tanta gracia.  Que estaba hablando de que echa de menos Inglaterra y que piensa mucho en un plato que le ponían en el desayuno, que está muy bueno y se llama porridge y… Y que son gachas, Fina. Que el muchacho seguro que no habría visto gachas en la vida antes de irse pallá porque su familia es de buen dinero, pero son gachas. Como esas —dice, señalando el plato de Ramón.

    —Bueno, que el señorito tiene gustos llanos ya lo sabíamos —replica el cochero, antes de guiñar un ojo en dirección a Mariana.

    La joven no se da cuenta de nada, pero Fina lo atiza en el hombro con el trapo que tiene en la mano.

    —En conclusión, Gabriel Alcalá es un cateto —dice Margarita, levantándose de su silla.

    Los ojos le brillan otra vez, tanto que hacen que Mariana pare de reírse, pasando sus labios a formar una sonrisa tierna en la que no enseña los dientes. Sabe que no le va a durar, que lo que sea que ocurra con Elvira no va a sanar por tener una amiga que le saque reflejos de alegría pequeñitos de cuando en cuando, pero sí sabe que si ella sigue buscando esas pequeñas cosas que la hagan feliz por un momento, las encontrará, y valdrá la pena ponerse en evidencia cantando o llorar de la risa por cosas estúpidas.

    Y se le acaba de ocurrir una tontada más.

    —Fina —dice, mirando sus ojos pardos con tal intensidad que ella adivina en lo que está pensando.

    —No.

    —Si tu hicieras gachas un día diciendo que no ha llegao’ el pan pero que es una receta que has encontrado en un libro y querías…

    —Que no, Mariana. Que me gusta tener trabajo y de esa lo mínimo que me hace la señora es echarme.

    —¿Y si le digo a mi tío que me mande la receta en inglés y entonces parece que somos personas muy atentas para con el señorito Gabriel y no nos hemos dado cuenta de que es comida de pobres?

    —Mariana —replica, esta vez dándole un tropazo a ella—, no te pongas creativa que me buscas la ruina.

    —Te das cuenta de que con eso le estás haciendo un favor, ¿verdad? —dice Margarita, que aunque se ha levantado con la mejor intención de irse, aún no ha salido para el comedor.

    —No, es una venganza —responde Mariana, antes de cruzarse de brazos.

    —Es un favor.

    —¡Una venganza!

    —Venganza de qué, si no te ha hecho nada.

    Mariana se echa hacia atrás en su silla, bastante contenta de que a estas alturas Margarita ya sonría de oreja a oreja.

    —Pa’ cuando haga.

· · ·

El cementerio no está precisamente a una tirada de piedra de la casa de los Alcalá, y aunque ese día los cielos no están abiertos, el camino sigue mojado y Mariana, que es de secano, está temiendo cómo van a acabar sus pobres botas después de cruzar la tierra del camposanto.

    Cuando ha llegado al pueblo, Mariana ya estaba arrepentida de emplear su tarde libre en esa excursión en vez de en explayarse en su carta a Sebas, pero al final ha resuelto que de perdida al río.

    Aunque la cuesta para subir al cementerio tiene más pinta de montaña, la verdad.

    Después de resbalarse un par de veces y de maldecir todas sus generaciones, llega a la verja, dónde se para para recuperar el aire. Hacerlo a ese lado obedece más a un simbolismo viejo, nacido en las pesadillas de su niñez, que a una frontera real. Lleva un rato notando como el murmullo de la presencia de los muertos resuena en ella, como si todos aquellos no vivos fueran diapasones y vibraran en el mismo tono que sus huesos.

    No hay tantos fantasmas cómo tumbas, por supuesto. De hecho, los fantasmas raramente eligen quedarse junto a sus huesos: prefieren los templos y las plazas, las aceras dónde pasaban las tardes al fresco, las acequias que abrían para regar sus huertos.

    Pero quedan hay almas entre las lápidas: las que siempre han estado allí y las que la han visto en el pueblo y saben que las oye, y han acudido a aquella tierra donde su contrato silente estipula que los oirá en su búsqueda de guía o ayuda.

    —Hola.

    Mariana, todavía sin poner pie en el cementerio, mira hacia abajo. Hay una personita que apenas le llega a la cintura observándola: tiene el pelo rubio pajizo, los ojos grandes, y todos sus bordes parecen pintados en acuarela. Ya la ha visto antes, en el pueblo. Sigue de cerca a la costurera de ojos bonitos a la que Mariana encargó bordar algunos pañuelos la semana pasada.

    —Me llamo Gabi.

    —Hola, Gabi —responde Mariana, resistiendo la tentación de ponerse en cuclillas—. Sabes, conozco a alguien que se llama como tú.

    —¿Es buena persona?

    Mariana inclina la cabeza a la izquierda antes de responder.

    —Tiene sus momentos. ¿Puedo pasar?

    —Claro, claro. Es que te estábamos esperando, pero… Te… ¿te importa hablar con nosotros? Que si no quieres te dejamos en paz.

    —No te preocupes, he venido a echar la tarde —dice, enseñándole la bolsa que lleva al hombro.

    —Ay, qué bien. Mira, primero por el pincipio… principio —se corrige— este señor es Javier Alcántara, pasaba mucho tiempo aquí porque se ocupaba de cuidar a los muertos. Ahora también nos cuida.

    Mariana sonríe suavemente en dirección al hombre, que viste unos pantalones muy altos con tirantes y una camisa arremangada y no parece muy impresionado con ella.

    —No eres la única muchacha que viene por aquí, niña. Procura no molestar.

    Mariana alza las cejas y está a punto de preguntar a qué se refiere cuando una persona rechoncha y dos cabezas más baja que Javier aparece de detrás de él.

    —No le eches cuenta, es solo que es muy celoso de lo suyo. Bueno, para algunas cosas.

    —Lidia, no empieces.

    —Empezar empecé recién muerta, acabar acabaré cuando tú aceptes que es mejor irte que quedarte aquí sin mi hermano.

    —Otra vez. ¡Que no hay nada después! Por mucho que pase, no me va a estar esperando en una casita de campo con gatos. Pesada.

    —Hasta la eternidad, cuñao. Oye, hija, ¿tú sabes quienes son Elvira y Margarita? Dos muchachas así muy cariñosas ellas, una morena muy guapa y la otra pelirroja. Es que venían mucho, pero hace ya que no las veo…

    —Están…

    Bien no es la palabra, Mariana lo sabe, pero justificar cualquier otra quizás sería muy largo y además, no es asunto suyo saber qué les ha pasado, así que es lo que responde.

    La mayoría de los fantasmas a los que les presenta Gabi no tienen cuentas pendientes, y los que sí tienen claro que quieren la ayuda de Mariana no la necesitan de inmediato. La verdad es que la impresión que le dan en general es que ella no es nada del otro mundo, lo que agradece cuando en Cazorla la mayoría de vivos la tratan como si estuviera ya muerta.

    —Oye, sois muy simpáticos —dice, arrodillándose en la manta que ha extendido bajo el olivo.

    —¿Los otros fantasmas que te has encontrado no lo son?

    Mariana se ruboriza ante el tono de censura de Javier.

    —Quizás era mi impresión. En el cementerio de mi pueblo no me tienen ningún respeto ya, porque desde que tengo memoria me han usado de moza, y cuando me encuentro con algún fantasma en un sitio en el que estoy de pasada suelen ser personas bastante desesperadas. No hay servicio de mediadores con el otro mundo itinerantes, que yo sepa.

    —Y no lo ha dicho con mala intención —responde Lidia, antes de que Javier pueda decir nada—. No seas malo, hombre. ¿Vas a merendar?

    —Primero las ofrendas —responde Mariana, con una sonrisa—. Pa’ ustedes, y pa’ la madre. El de Gaia lo quiero preparar aquí y el otro donde me digáis.

    —Bueno —responde el antiguo cuidador de las tierras, intentando reprimir una sonrisa de aprobación—. Eso me gusta más.

    Mariana pone todo su empeño en colocar las ofrendas antes de recitar las pequeñas oraciones que van con ellas. Las dos están medio inventadas: la que le da a los que no están vivos pero sí todavía en la tierra promete mediación y esfuerzo, y a la Madre no le pide nada, porque llorarle todas las noches buscando que sus poderes o que sus padres volvieran nunca le ha dado frutos. Para Gaia, cómo siempre, sólo tiene gracias, y frente al olivo centenario también se las da a las hijas de la tierra que si escuchan su canción.

    Ha pasado más tiempo del que recuerda sin tocar un árbol de la aceituna, y cuando se apoya contra su tronco, lo hace con los ojos cerrados y las palmas abiertas. Se concentra en su propia respiración hasta que el murmullo del campo pasa a segundo plano, y poco a poco, comienza a sentir la del árbol. No se mueve a la vez que su diafragma, y Mariana no lo espera. El susurro del olivo es el correr de la savia, el baile de las hojas más altas, los frutos aún verdes buscando el sol. El olivo ha visto, ve y verá y Mariana se asoma a la memoria de su madera sin llegar a entrar a ninguna de las vetas que lo recorren. La tierra no ve como lo hacen los humanos, pero la muchacha ha tenido veinte años para aprender a sentir como los olivos lo hacen y a pedirles que se lo digan en el idioma de sus sentidos, y así es cómo siente las risas de Elvira y Margarita, sus pisadas apresuradas en tantas ocasiones para llegar a su refugio. El olivo no llega tan lejos: no es el árbol más viejo del cementerio, ni el más grande, ni tiene que serlo. Las demás plantas cosas le cantan lo que allí ocurre con lo que echan a la tierra y con lo que cogen de ella.

    Pero pedirle cuentos a la tierra no es todo lo que Mariana sabe hacer cuando se liga con sus familiares mágicos.

    Después de echarle aquel pequeño vistazo a las estaciones del cementerio de Trasmoz, la muchacha se separa del tronco y cuando estira los dedos el árbol se mueve con ella. Es perezoso, apenas distinto al suave mecer del viento, pero cuando mueve el brazo derecho un crujido delator le dice que una de las ramas grandes del olivo la está acompañando.

    Mariana sonríe.

    Hay un motivo por el que nadie se atreve a perseguirla entre los olivares de Cazorla.

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