El silencio de la magia | Capítulo I

Foto por Oleksandr Kurchev on Unsplash

 

Mariana sabe que su tío no va a darle buenas noticias.

        Aunque en los veinte años que lleva en la tierra la hayan tomado bastantes veces por tonta, la muchacha no lo es. Al menos no tanto como para pensar que las migas tan apañadas que le han hecho de comer y el bizcocho de después van a salirle gratis.

         —Bueno, soltadlo ya, ¿no?

        El cazo de agua hirviendo tiembla violentamente entre las manos de Adrián: incluso se derrama un poco sobre la encimera en lugar de caer en una de las tazas. El tío de Mariana, que está sentado enfrente de ella en la mesa de la cocina, la ataca con una mirada reprobatoria. Ella la sostiene: por mucho que piense que el esposo de Sebastián es la persona más buena del mundo, no va a flaquear y poner mala cara solo por haberlo asustado.

        —Ay, Mariana —suspira Sebas, apoyando los codos encima de la mesa—. Tú sabes que te queremos.

        Es una afirmación tan categórica, sin tan siquiera un «¿verdad?» detrás para matizarlo, que la mosca que Mariana tenía detrás de la oreja pasa a ser un peso en el estómago.

        —Pos claro —responde—. Adrián es más de decírmelo y tú de demostrarlo porque las palabras se te dan regular. Pero eso no es noticia, tío. Son muchos años ya.

        Para Mariana, son más padres que tíos, y aunque haya tenido un pensamiento intrusivo empujándola a decir exactamente eso, lo ha vuelto a meter para dentro, no vaya a ser que le haga falta más tarde. Ella era demasiado joven para recordar a Lola, la hermana de Sebastián, y a su marido Gonzalo. De sus padres biológicos solo sabía lo que le habían contado: que Gonzalo era brujo de la tierra, como ella, que Lola, en cambio, danzaba con el agua, y que los dos habían estado al servicio de los Alcalá hasta que el carruaje dónde viajaban había tenido un accidente.

        —También queremos lo mejor para ti —responde Adrián, dejando dos tazas humeantes encima de la mesa—. Y… —añade, cuando vuelve con la suya— a veces eso no es lo mismo que lo que queremos nosotros.

        —Estoy prepara’, en serio. Pero no deis más vueltas que me están comiendo los nervios.

        Y Mariana se ha comido la primera loncha de bizcocho para compensar, pero ese mecanismo de defensa contra la ansiedad no le va a servir de mucho si Adrián no se centra y Sebastián sigue cortando rodajicas más estrechas que el dedo meñique de la muchacha.

        —Gabriel Alcalá está viviendo con sus tíos una temporada, y Mercedes me ha escrito sugiriendo que cualquier ayuda es bienvenida.

        —¿Y para qué se ha ido Gabriel Alcalá…?

        La hermana de Concha, la mejor amiga de Mariana, trabaja para el principal distribuidor andaluz de hierbas difíciles de encontrar, distribuidor que desde unos cuántos años está muy contento porque el negocio de ingredientes mágicos del pequeño de los Alcalá se derrumba por momentos. A Mariana le gusta pensar que no es una cotilla, pero la conversación siempre acaba saliendo, y ella no se resiste a que Pilar le cuente el drama de los ricos con todo lujo de detalles. El Alcalá pequeño se está quedando sin oportunidades, el Alcalá mayor quiere algo a cambio de ayudar… y Alonso Alcalá tiene una hija de más o menos la edad de Mariana.

        —¿Y no pueden hacer el cortejo en Zaragoza, dónde seguro que tienen criados pa’ aburrir?

        —Sabemos lo mismo que tú, Mariana.

        —¿Y yo qué pinto en esto? Si no tienen dinero, no quieren a otra doncella, y menos a una que tiene que llegar desde Cazorla.

        —Raimundo se ocupará de eso.

        Mariana se echa el flequillo hacia atrás, y solo parte de él se queda enganchado en el resto de su pelo castaño claro, que lleva corto desde que le tuvieron que pasar la tijera por culpa de unos piojos que aguantaron toda la magia que le echaron cuando tenía ocho años. Solo con ver las nubes en sus ojos grises, Sebastián y Adrián adivinan lo que está pensando.

        La edad del pavo de Mariana fue, por decirlo de la manera más suave posible, difícil. Quiso tener y saber muchas cosas muy rápido, y después de muchas negociaciones, sus tíos conseguían disminuir el número de demandas, pero había una que nunca dejó caer, que sacaba cada vez que chocaba con ellos, y finalmente los tres decidieron que era lo suficientemente mayor como para saberlo. Hacía mucho que «accidente» se había quedado pequeño como definición de la muerte de Lola y Gonzalo, y cuando se lo contaron no dejaron nada atrás. Le hablaron de como ya parecían  preocupados cuando volvieron a Cazorla por unos días libres en el equinoccio de primavera, de cómo dejaron con su abuela y sus tíos a la niña en lugar de llevársela de vuelta a Zaragoza, alegando que quizás sería un viaje corto, y de su expresión ausente cuando lo hicieron.

        Le hablaron de como nadie sobrevivió a la caída cuando el carruaje se despeñó carretera abajo, y también de cómo los Alcalá pagaron todos los gastos del funeral, incluyendo la repatriación de los cuerpos a Andalucía.

        Que Raimundo Alcalá se haya ofrecido a pagar por la presencia de Mariana en Trasmoz y que Mercedes Alcalá haya escrito esa carta, por mucho que Lola fuera lo más parecido a una confidente que la mujer tuvo en sus primeros años en Zaragoza… parece un lobo con las fauces abiertas de par en par.

        Pero a pesar de todo eso, están siendo demasiado considerados y delicados como para estar pensando en contestar «no».

        —Tito, por favor. No puedo ir a Trasmoz.

        —Lola confiaba en Mercedes, Mariana, y… quizás Raimundo ha dado su consentimiento sin saber que eres tú. Al fin y al cabo, tú nombre no está en la carta.

        —O sea, que mis opciones son ir a Aragón para ayudar con las cosas de la casa de una amiga de mi madre muerta a la que he visto una vez en la vida y me dio bastante miedo porque soy así de benevolente o…

        —…o ir a Aragón pero creyendo que es por el interés de un Alcalá y pensando que si no lo haces habrá consecuencias para tu familia —completa Adrián.

        —Es un buen pueblo —intenta Sebas, que parece haberse intercambiado los papeles con su esposo para esta conversación.

        —Es un pueblo de brujas —dice Mariana, sonando más cortante de lo que pretende—. Y yo soy un desastre.

        —Podríais incorporarte a las clases de Mercedes.

        —Soy una bruja de tierra. Bueno, eso es lo que se supone que soy, porque mi conexión con el elemento es un truño de vaca.

        —¡Mariana! —la regaña Adrián.

        —Y la señora es una bruja del aire. Que no, que no, que no.

        —Tienes más en común con ella de lo que crees —dice Sebastián, con voz cansada.

        Mariana observa a su tío. Comparten los mismos ojos claros, pero su pelo es más rubio y su cara llena de ángulos suele ser impasible, como la imagen de un santo cristiano, mientras que la faz redonda de Mariana se pasa la mitad del día roja por un motivo u otro.

        Y parece que conoce a Mercedes Alcalá más de lo que nunca ha contado.

        Mariana sabe que hay algo en lo que se parecen mucho más que en sus iris, y sabe que por mucho que no quiera escucharlo, Sebas lo va a poner sobre la mesa.

        Siento que debes estar allí, Mariana.

        —Para ti es fácil decir eso —murmura ella, abrazada a su taza—. Para ti la parte de empático que tenemos, esta… cosa en la sangre de la familia es fácil.

        Mariana sabe que no está siendo justa con él. Que que Sebastián sienta cosas de los demás y a veces incluso las vea lo ha forzado a construir una máscara que lleva a todas partes y que no es sencillo ni siquiera ante los demás brujos.

        Pero si Sebastián siente que debe estar en Zaragoza es porque algo muerto la está esperando allí.

        —No los vas a ver. Ellos no se hubieran quedado.

        Mariana sabe que ya ha perdido. Sabe, de hecho, que no tenía nada que ganar: todo estaba dicho incluso antes de que ella supiera de que se trataba. Pero eso no acalla una última queja.

        —¿Qué voy a hacer yo en Zaragoza? Que allí no hay olivos, titos ¡Que no hay olivos!

·   ·   ·

Mariana ya llevaba muchas horas sentada cuando ha llegado a Ariza, pero el trecho entre la estación y Trasmoz es, con diferencia, el que más largo se le hace de todo el viaje. Ha intentado disfrutar del paisaje, pero sus nervios le han llevado el estómago bien apretadito. Lo que por otro lado, es una suerte. Aunque la comida que compró en Madrid hace mucho que dejó su estómago, el cochero le ha dado a los caballos todo el brío que ha podido para llegar antes del anochecer, y Mariana probablemente se hubiera tenido que despedir de su comida si la hubiera acabado justo antes de llegar a la estación.

El sol se les ha acabado echando encima cuando Trasmoz ya estaba frente a ellos: la silueta del castillo se recortaba contra el Moncayo, y Mariana ha quedado sobrecogida por un momento, pero no ha tardado en pensar en cómo se parece a su Cazorla, y una chispa de esperanza ha empezado a deshacer el nudo de su barriga.

Cuando llegan a la parte de atrás de la casa de los Alcalá, a Mariana le falta tiempo para saltar del asiento y ayudar a Ramón el cochero a bajar su baúl. Lo levantan entre los dos cuando entran en la cocina, aunque Mariana sabe que puede con él porque lleva tirando de él desde Albacete.

La cocina está casi vacía, para su sorpresa. Deben haber cenado temprano, porque incluso los platos están ya secándose y solo hay una persona en la habitación.

—¡Hola! Soy Margarita.

Tiene una sonrisa cansada, el pelo castaño oscuro y los ojos verdes, y aunque Mariana se queda un poco embobada mirando, no la regañan a ella.

—Ramón, saluda, ¿no?

Ramón, que se está haciendo un bocadillo con el pan y el queso que hay en uno de los platos encima de la mesa de madera que llena el centro de la habitación, no para su construcción antes de responder.

—No, yo cojo esto y me voy a apañar los caballos y luego al catre. Me quedaría si Mariana necesitase ayuda para subir el baúl, pero la muchacha esta se agarra a su equipaje como si fuera un crío y me quita el trabajo, así que cuando antes termine —anuncia, antes de darle el primer bocado a su cena— meor. Ale, a más ver.

—Tienes que estar cansada.

¿Cómo lo ha sabido, por el bostezo o las bolsas que tiene debajo de los ojos? Sí, está agotada, pero no solo por el viaje. Lleva sin descansar desde que Sebastián y Adrián le hablaron de la carta de Mercedes, y desde entonces hasta hoy han pasado semanas: primero esperar a que la carta de respuesta llegase a Trasmoz y que Mercedes contestara, después hacer los preparativos del viaje, despedirse sin saber por qué sus palabras parecían tan vacías e ir hasta Albacete para coger el primer tren.

—Han sido un par de días largos, la verda'.

Mariana sabe que es muy probable que la señora de la casa la obligue a esconder el acento, pero ahora mismo está agotada, despeinada, legañosa y queriendo saber si su cuarto es compartido o no, así que Margarita  se lo va a tener que perdonar.

—La señora Alcalá me pidió que la avisara cuando llegases. Será solo un momento, después te enseñaré tu habitación.

Mariana está a punto de atragantarse con el trozo de pan que se acaba de echar a la boca.

—¿No debería asearme o algo?

—Lo entenderá, no te preocupes.

Margarita tarda apenas cinco minutos en volver, pero para entonces Mariana y su querida ansiedad ya se han acabado todo lo que había en el plato. Junto a ella, está Mercedes Alcalá,  alta como una torre y con el pelo tan rojo que parece arder a la luz de los candiles. Como la de su tío, su cara es pétrea y llena de ángulos, pero se hace de carne y pasmo cuando fija sus ojos en Mariana. «Claro que te mira mal, chiquilla» piensa ella, mientras se levanta atropelladamente. «Anda que vas bonica tú también».

Después de hacer noche en Albacete, Mariana prefirió dejar sus vestidos en el baúl y vestir los pantalones y chalecos con los que la gente tendía a leerla como muchacho. Por supuesto que no ha pensado en cambiárselo en las horas que ha pasado en el carruaje, así que lo que doña Mercedes Alcalá está  viendo es una criatura con pelo castaño que le cae por delante de los ojos grises, ojeras de medio metro, camisa ancha y unos pantalones de Adrián que se ha puesto para ir cómoda pero que le quedan grandes.  

—Mariana López, señora. Pa…ra servir.

—Se quién eres, Mariana. Hablé con tu tío.

—Señora, si no es impertinencia —dice Mariana, en el silencio incómodo del que apenas han sacado la cabeza con esas dos primeras frases—. Sé qué estoy aquí para trabajar, pero me gustaría que me dijera si se me requiere en alguna labor en especial para no estar dando v… para poder ponerme a ello cuanto antes mañana.

—No te preocupes —interviene Margarita—. Estamos aquí para ayudarte. Te acostumbrarás pronto, ya verás.

Mercedes, que parece muy satisfecha con la disposición de Mariana, asiente.

—De todas maneras, estás aquí para aliviar la carga de Gabriel, así que en cuánto te manejes, estarás más atenta a él que al resto de tus labores.

Mariana se queda enganchada en «aliviar la carga» mientras la señora de la casa le habla de sus costumbres a la hora de comer y de cuantas veces al mes cambian las sábanas. De hecho, sigue en el mismo sitio cuando le pide que la busque al día siguiente cuando tenga un rato para concretar el tiempo de sus lecciones.

Desde luego, Mercedes no ha usado las palabras con segundas, pero no son ligeras en el oído de la muchacha. Sabe mucho de la familia por la que ha cruzado España, pero también que todo eso que sabe está filtrado, seleccionado a mano por las mismas personas que ahora va a ver todos los días. Y aunque ya sabía antes de llegar que Alonso Alcalá no es nada comparado con su hermano mayor, el espacio entre las partes de la familia se le acaba de antojar un abismo.

Quizás, si se acerca más al borde, pueda llegar a entender cuán profundo, pero ahora mismo la posibilidad de despeñarse por el barranco le parece un precio demasiado caro que pagar por saciar su curiosidad.

·   ·   ·

La última vez que vio a Mercedes Alcalá, Mariana era una cría.

Concretamente, una cría a la que sus tíos habían arrastrado en pleno verano a Córdoba.

Mariana había decidido portarse regular porque no le veía sentido a aquel viaje innecesario cuando en Cazorla tenían paisaje más bonico que ese, y no es que la comida fuera tan buena como para pasarse tanto tiempo metida en un coche de línea. La única vez que tuvo algo de fresco en todo el viaje fue cuando sus titos la llevaron a una posada en plena sierra para ir a ver a unos amigos que para Mariana antes no habían existido, porque no habían hablado de ellos jamás.

De ir a merendar aquella tarde Mariana recuerda lo mucho que odiaba su vestido, y la gran traición que supuso que la señora simpática, que ahora sabe que es Pura de Alcalá, los dejase a solas con Mercedes. Pura se había encargado del recibimiento, de preguntar por el viaje, de disculparse por Alonso y Raimundo, que estaban echando la siesta después de una copiosa comida y de llevarlos a la salita privada donde ya les esperaban el té y las pastas. Mercedes había estado callada, y cuando Adrián y Sebastian caminaron detrás de Pura, a Mariana se le antojó que la habían dejado sola con la reina de las nieves. Mercedes había clavado los ojos grises en los suyos todavía en absoluto silencio, y Mariana había salido corriendo después de  aquello para colgarse de la pierna de Adrián. «La señora del pelo colorao’ me pone nerviosa» había decidido, cuando ya estaba mordisqueando un dulce sentada en uno de los sillones.

Aunque hayan pasado doce años, Mariana se acuerda perfectamente del tipo de nervios que le causó Mercedes de Alcalá, y mirando el techo de la pequeña habitación que comparte con Margarita, sabe muy bien que no son los mismos nervios que ha sentido esta noche.

«Eres la criatura más tonta que ha parío Andalucía» se dice, antes de resoplar. No es la primera vez que se pone nerviosa por la persona más inoportuna, y sabe que si le pone empeño, lo puede esconder perfectamente, como lo hizo con el novio de la hermana de Concha, pero eso no le quita lo molesto. Con otro suspiro, se da la vuelta en la cama, aunque al instante se arrepiente de ser así de indecisa. La pobre Margarita, acostumbrada a tener la habitación para ella sola, se tiene que estar acordando de toda su familia.

·   ·   ·

—Lo siento, Elvira, tengo mucho trabajo.

Mariana, que está siguiendo a Margarita con una torre de toallas que le llega prácticamente a la frente, se apresura para no seguir pareciendo un paso de procesión de los que gastan los cristianos. Intenta flexionar un poco las rodillas para que Elvira Alcalá no crea que no le tiene respeto, pero solo le ayuda a desestabilizarse cuando la señorita coge una de las toallas limpias del montón.

—¡Últimamente lo único que huelo de ti es la ropa!

Lo que dice solo tiene sentido para Mariana porque acaba de ver a Margarita llamando al fuego para quitar la última humedad de la colada antes de destenderla. Y es verdad que Margarita huele muy bien, pero basta con ver la mirada centelleante de Alcalá para saber que son más que buenas amigas.

—Estoy enseñando a Mariana. Ha venido exactamente para que yo no tenga tanto que hacer, así que distraernos no te va a ayudar en nada.

—¡Es lo bastante lista para saber dónde meter los trapos! ¿O no? —añade, clavando su mirada amarilla en Mariana.

La muchacha se siente cual roedor debajo del ojo de un halcón, y no consigue decir ninguna palabra inteligible mientras Margarita pone los ojos en blanco.

—Encontraré un hueco para ti más tarde —promete, antes de colocar la mano en la espalda de la otra criada para hacer que se mueva.

Mientras hace equilibrios con su montoncito de ropa, Mariana piensa en como los tres Alcalases pelirrojos que ha conocido hasta ahora le han causado gran impresión, mientras que su breve presentación a Alonso Alcalá ha sido tan de pasada que apenas se acuerda de la cara del señor. Los nervios de Mercedes seguían por la mañana, tan patentes que mientras servía el desayuno para ella, su esposo y su sobrino, ha tenido que concentrarse muchísimo para no tirar nada. Puede lidiar sola con la tontería cuando solo hay una persona que le pone nerviosa en la sala, pero esta mañana también ha descubierto que el señorito Gabriel Alcalá tiene muy buen porte, lo que la ha tenido en ascuas hasta que ha abierto la boca para hablar durante más de dos segundos. La verdad, sería de mejor ver si no abriese la boca.

La vida en Trasmoz es sencilla. Gabriel siempre quiere más papel y más tinta para su pluma. Quiere libros que sabe que su tía tiene («comprueba el dormitorio de Elvira, Mariana, sé que podrás encontrarlos»). Quiere mandarinas para la merienda y también quiere que Mariana adivine cuando puede llamar a su puerta y cuando no, por mucho que ella no sea ese tipo de empática. Margarita siempre tiene excusas para escapar de Elvira, y Mariana las coge prestadas para usarlas con Mercedes. Pero aunque no conozca a Margarita, ve cómo se pega la sonrisa en la cara cada vez que alguien entra dónde está. No le cuesta saber qué echa de menos a Elvira, pero mientras las lluvias de octubre caen sobre Trasmoz, Mariana se encuentra a veces vagando por los pasillos de la casa, más mirando dentro de su cabeza que por dónde va, intentando averiguar qué es lo que las está manteniendo tan drásticamente separadas cuando Gabriel no ha mostrado ningún interés en su prima desde que Mariana llegó a Zaragoza.

        —¿Estás huyendo de mí, Mariana?

        —Estoy trabajando, señora. Que para eso estoy —responde Mariana, abrazada a su montón de sábanas limpias—. Y trabajo hay, si me disculpa usted.

        —¿Pretendes seguir escaqueándote de las clases con esa excusa? —responde Mercedes, cruzándose de brazos—. Llevas aquí una semana, niña.

        —La señorita Elvira me impone —replica Mariana.

        No es mentira, por mucho que el sentimiento principal sea «me da susto».

        —Y Margarita también, aunque no tenga tiempo para estudiar ahora. Ellas saben sus cosas. Conocen sus cosas. Yo no… no soy familia de mi elemento cómo ellas, y no me voy a quedar a mirar.

        Mariana va a disculparse, pero Mercedes no parece enfadada, así que la muchacha elige aferrarse a aquella vaina de valentía que le brota de la boca.

        —No hace falta que se preocupe por mí, señora. No tiene usted ningún contrato con mi tío donde se comprometa a enseñarme, y yo estoy bien cómo estoy.

        —¿Y dónde estás? Porque no te he visto sacar de la tierra ni una hierba en lo que llevas aquí. Tener tu elemento como oro en paño no te va a hacer feliz —añade, después de una pequeña pausa en la que Mariana está a punto de responderle que está muy ocupada con sus labores—. Habla la experiencia, créeme.

        Mariana suspira y abraza las sábanas aun más fuerte, como si guardaran parte del poder de alguna de las brujas de la casa como guardan el perfume de la lavandería y pudieran dárselo con ese gesto. Hay muchas cosas que Mercedes no sabe de ella, cosas que ni siquiera sabría si el primer día Mariana hubiera elegido el camino de enfrentarse a los nervios malos que le daba Mercedes acercándose a ella. Pero ahora mismo decírselo parece orgánico: más que natural, inevitable.

        —La tierra nunca me ha escuchado. En mi pueblo no hay problema porque está lleno de las hijas que sí me oyen, pero aquí no hay. Sebastián lo hubiera dicho en la carta si de verdad pensara que usted tiene tiempo de ocuparse de mi magia, pero ya que se interesa supongo que a usted no le molestará oírlo. No soy bruja de la tierra, señora. Soy la de los olivos.

        Mercedes puede sentir (casi físicamente) como su yo de diecinueve años intenta salir de lo más profundo de ella para responder «Eso no puede ser». La reprime en el último momento, cuando ya se ha asomado a sus ojos y Mariana la ha visto.

        —Hay un olivo en el cementerio —responde finalmente—. Está al final, en la esquina más alejada del pueblo. Te veré una hora antes de la cena en el porche trasero. Mientras estés aquí, ten por seguro que habrá lugar y tiempo para nuestras lecciones, Mariana.

        Y con esas palabras y el susurro de su falda, Mercedes la deja sola en el pasillo.


No hay comentarios:

Con la tecnología de Blogger.