52 semanas · #3


Estoy de pie en mi cocina mientras oigo llover. Es una escena tan siniestra como ridícula, el “It was a dark and stormy night” de Edward Lytton con una taza de té y la luz apagada, solo porque me gusta ver caer agua a la luz de las farolas mientras otros trabajan, o leen, o se empotran dando tumbos por toda la casa hasta llegar a la cama, como ahora hacen mis vecinos. He huido del salón por el mismo motivo que ahora me saca de mis pensamientos. Cómo hacer amor y moratones, por los Vélez.
Aunque estoy seguro de que no soy el único que los escucha, nadie se ha atrevido a decirles nada, principalmente porque fuera del piso la pareja parece muchas cosas, pero la última es tener una vida sexual tan activa. Alicia enseña en un instituto privado, y sale todas las mañanas a las siete y media. Es mi despertador cuando el móvil no funciona. Un despertador bajito de cuarenta años con tendencia a fruncir el ceño a todas horas y el pelo teñido de un moreno tan intenso que a veces parece azul. Luego está Eduardo, el empresario fructuoso. Fructuoso a medias: llegó al segundo en mando hace diez años y desde hace diez años sigue en la misma posición.
Su jefe es una de esas personas que parecen inmortales aunque estén envejeciendo: lo sé porque también es mi jefe. Ronda los setenta, pero no los aparenta y es capaz de llevar el nombre Vladimiro sin que a nadie le parezca gracioso. Eduardo es esa clase de persona que parece de hierro ante todos excepto ante sus superiores. Es un perro fiel, y para alguien que conoce esa faceta suya resulta muy extraño imaginarlo en cualquier otra tesitura y mucho menos en una que implique signos afectivos, como el gemido que en este momento está maullando su esposa.
Parece que hoy han elegido la mesa de la cocina para sus devociones definitivas. Aunque, ¿quién sabe? Su apartamento es más grande y mucho más lujoso que el mío. A lo mejor tienen un sillón en la cocina, como en las cafeterías americanas. Desde luego, no voy a quedarme a comprobarlo. Apuro mi taza de té –un recipiente de casi medio litro de Primark, con la frase «I like big cups and I cannot lie»– y voy a mi habitación, silbando una canción de Mary Poppins.
No tendré pareja que me haga gritar así, pero tengo Disney, libros y un trabajo por el que muchos matarían. Suficiente para mí.

– Valle. Al despacho del jefe. Ahora.
Han pasado doce horas desde que hui de esa misma voz en la cocina. Encogiéndome de hombros ante la mirada inquisitiva de mi compañera, dejo mi puesto y me dispongo a atravesar todos los pasillos que tocan. Pasillos entre mesas, sobre todo. Velez me enseña el camino sin decir una palabra y yo lo sigo sin decir una palabra. Ah, entresijos de empresa. A saber qué he hecho esta vez. ¿Gastar más papel del asignado? ¿Romper mi grapadora? Leo rompió mi grapadora cuando se la dejé, justo después de haber roto la suya. No creo que lo echen por romper dos grapadoras, pero desde luego, yo no voy a mentir por él. Es la ley de la jungla. Oh, vaya, un tigre.

Eduardo cierra la puerta, aún mudo, y yo me quedo a solas con el rey de todos mis superiores, Vladimiro Vallecas. Lleva un traje rojo de terciopelo: parece una bata que pide acabar en el suelo de un dormitorio. Alguien me dijo que había sido Playboy en su juventud, y yo podría creérmelo. ¿Está mal decir que me atrae alguien unos cuarenta años mayor que yo? Bueno, me da igual.
No, no. Céntrate. No vas a ser el cuento de la secretaria y el rico empresario.
– Tienes nombre de ángel.
Mal empezamos con lo de no hacer el cliché. Miguel es un nombre extraordinariamente común, de todas maneras. A lo mejor tiene obsesión con los significados de los nombres, o con los ángeles, o con ambas cosas. Me subo las gafas de pasta, en silencio. Es eso, o que le gusten mis rizos de Sherlock, lo que también puede ser probable porque nuestros peinados son bastante parecidos aunque él tenga el pelo más largo. Y blanco. Y lleve barba.
– He estado observándote desde que entraste a trabajar, Valle. Me gustas.
Que se acabe ya esta novela de Wattpad con mal argumento, por favor.
– Creo que eres el idóneo para hacerme un... recadito.
Creo que el café de esta mañana tenía algo raro. Mientras me echo los rizos que me caen en la frente hacia atrás, él saca un paquete marrón de su escritorio. Lo lanza al aire y lo coge rítmicamente, como si fuera algún tipo de pelota, pero es rectangular, y no mucho más grande que mi cartera. Oh, interesante.
– No es droga.
Vaya.
– Aunque tampoco vas a saber que es de ninguna manera. No te voy a decir lo que es, no vas a abrirlo –dice, y su voz grave es tan convincente que no se me ocurre ningún motivo por el que quisiera saber lo que tiene dentro—. Bien, Miguel. Vas a coger este paquete y lo vas a llevar al sitio que tiene escrito este papelito –añade, dejando algo del tamaño de una tarjeta de visita encima del paquete—. Andando.
Yo trago saliva.
– ¿Literalmente andando?
– Literalmente andando. Si te sientas en algún autobús, taxi o moto, lo sabré.
Un viejo loco que viste terciopelo. Ya no me gusta tanto.
– Eduardo ya se habrá ocupado de descargar tu trayectoria en tu móvil: síguela exactamente como está indicada. Si no haces las cosas como te digo, puedes afrontar algo peor que un despido. Puedes irte.
Yo inclino la cabeza a la izquierda, diciendo “Sí, señor” pero sin dejar de mirarlo. Me adelanto a coger el paquete y el me detiene cuando ve que lo voy a meter en la chaqueta.
– En el pantalón. El otro bolsillo, por favor.
En el otro bolsillo llevo el móvil. Ah. Ese es el bolsillo de delante de los vaqueros. Quiere que lo ponga en el de atrás. Asiente cuando lo entiendo, y hace que me dé la vuelta.
– Perfecto. Ahora, vete.

Sí, perfecto. Velez le ha metido alguna clase de virus a mi móvil sin ni siquiera tocarlo por orden de Vladimiro, lo que dice mucho de nuestra seguridad personal en este sitio, mi jefe literalmente acaba de mandarme a la pared para mirarme el culo, y los malditos ascensores se han averiado por lo que tengo que bajar tres plantas andando para luego seguir andando el resto de la mañana. No tenía pensado esto cuando hice Marketing e Investigación de mercados, la verdad. Oiga, señor vagabundo, sé que acabo de salir de la sede de alguna de las empresas más ricas de por aquí pero no me mire de esa manera, que no sé quitar males de ojo.
Mi teléfono pita de manera estridente y toda la calle me mira de la misma manera que el vagabundo mientras  lo sacó del bolsillo. “ERROR EN LA RUTA”. ¿Pero qué error en la ruta, si acabo de salir del maldito edificio? Ah, no. Por ahí no me meto.
El maldito aparato pita de nuevo y yo me pregunto lo que pasaría si lo tirase a la alcantarilla mientras regreso sobre mis pasos. Probablemente me despedirían, pienso, mientras bajo por la estrecha calle con escaleras que me indica, tan sucia en comparación con la principal que no parece estar en la misma ciudad.
– JODER.
El vagabundo –el mismo vagabundo que me ha mirado tan mal hace un momento—se ríe bajo, pero de una manera que le pondría los pelos de punta a cualquiera, y se va cojeando en la dirección opuesta a la que yo camino. Ha salido de detrás de un  cubo de basura como una rata hambrienta. Yo me subo el cuello de la chaqueta y aprieto el paso. Qué grima acaba de dar eso. Pero qué grima.
Solo aguanto dos minutos las ganas de asegurarme de que el paquete siga ahí, aunque lo note contra el glúteo, y cuando echo la mano hacia atrás para comprobarlo, la noto extraña contra mí, como si fuera Valdimiro Vallecas el que me está tocando el culo. Inspiro y espiro, intentando tranquilizarme. Estoy en el centro de la ciudad, a plena luz del día. No me puede pasar nada.
O me puede pasar de todo. Las manos me sudan mientras saco el teléfono del bolsillo del abrigo para saber cómo seguir, porque la calle acaba dos metros más adelante. Tengo que girar hacia la derecha para atravesar la calle principal y entrar en otra de las calles pequeñas. Después, otro giro a la derecha. Son instrucciones sencillas, pero las reviso cada poco rato. Nadie se da cuenta de mi paranoia porque, por fortuna, a día de hoy pocos pueden vivir sin mirar el teléfono.
Todo es razonablemente normal hasta quince minutos después, cuando me doy cuenta de que estoy dirigiéndome a la avenida que queda justo a la derecha de la plaza donde está edificio de mi empresa, y a la que pudiera haber llegado en cinco pasos largos si hubiera ignorado al maldito aparato ¿Qué coño quiere Vallecas? Si la mitad de sus encargos son como este, no me extraña que Eduardo tenga que desfogarse tan a menudo. Une eso a alumnos consentidos en una clase de Física complicada y ahí tienes el porqué de los hábitos sexuales de tus vecinos. ¿PERO QUÉ HACES, CHALADO?
Salto hacia la pared mientras el coche azul vuelve a subirse a la acera. Menos mal que está el pivote, si no ya sería papilla de Miguel. Madre, que vuelve. Corre Forrest, corre.
Mientras me dejo los pulmones, el del Audi sigue detrás de mí, y yo no puedo pensar que sea un simple borracho. Quiere matarme, joder. ¿Pero yo que he hecho?
Mi móvil suena tan fuerte que no puedo evitar cogerlo, ni en una persecución de vida o muerte. Lo desbloqueo mientras los transeúntes gritan a mi paso: el tío por fin ha encontrado un sitio entre los pivotes por donde colarse y está conduciendo por la acera. “RECALCULANDO LA RUTA”, dice la pantalla. Pues date prisa, majo. “GIRE A LA DERECHA”. A la derecha hay un gimnasio, pero vale. El encargado me pregunta muy educado que si quiero inscribirme, pero yo ya he pasado a los vestuarios, y de ahí a la sala de spinning, como me manda mi Xperia. PUERTA DE EMERGENCIA. Vaya, mi patata móvil se ha vuelto inteligente. La puerta de emergencia da a una calle llena de cubos de basura, pero no me importa. Mi salvador blanco me manda correr calle arriba, y yo le dejo guiarme. Si salgo vivo de esta, la dimisión va a llegar a la mesa de Vallecas por correo. Yo me voy con mi madre a apilar cajas de libros en el pueblo.
Me paro a respirar, apoyándome en las rodillas, pero apenas un minuto después, un hombre grita detrás de mí. Joder. ¿Qué clase de vida es esta?
– ¡Eh! ¡EH! AHÍ PARADO, PAZGUATO.
¿Quién dice “pazguato” dos mil dieciséis años después del nacimiento de Cristo? Casi me quedo en el sitio para responder a mi curiosidad y de paso darle un respiro a mis pulmones, pero el jefe barbudo de “Erase una vez el hombre” decide darme un chute de adrenalina. Ay, Atenea bendita.
La canción de “The final countdown” se mete en mi cabeza en el mismo momento en el que yo entro en otro callejón, pero tarda en irse lo mismo que tardo yo en dar un puñetazo en la nariz al tipo que acaba de salir de no sé dónde para tirarse hacia mi como si tuviera hambre desmedida de carne humana.  Mientras vuelvo a correr, mi cerebro se da cuenta de que es el mismo vagabundo de antes. Todo normal y correcto.
Llevo sin correr tanto desde las clases de educación física del instituto con Gerardo. Ese tío se creía el entrenador de un equipo de fútbol americano, cuando lo que hacía era enseñar a treinta adolescentes que tenían muchísimas cosas mejores que hacer que estar allí. Sobre todo si se llamaban Miguel y la gente empezaba a sospechar que su orientación sexual no era como la de la mayoría. Y yo pensaba que tenía problemas en aquellos tiempos felices, me digo, mientras, por fin, llego al paseo marítimo. Ah, una calle con suficiente gente como para esconderme entre la multitud.
Bueno, en realidad sí que tenía problemas, pero eran problemas diferentes que no implicaban jefes locos, paquetes raros, y gente intentando matarte. Ahora parece que toda la calle intenta matarte, bien hecho, Miguel el paranoico. Por lo menos eres un paranoico con causa.
Mi teléfono me interrumpe, anunciando “MARCHA” y por un momento espero una bola y un DJ salir de alguna parte, pero un dibujo verde de piernas moviéndose me ayuda a tiempo. Acelero el ritmo y me doy cuenta de que la línea verde eterna ya no es eterna. Hay un punto bastante grande a mi derecha. En unos cien metros. Libertad.
Unos cien metros a la derecha, encuentro una inmobiliaria. Se corresponde con las señas del paquete, así que entro y pregunto por Alberto López, diciendo que tengo un paquete para él. Un empleado lo coge en su nombre y me da las gracias con un rictus en la cara. Supongo que no estoy autorizado a ver al gran dueño de la inmobiliaria, aunque tampoco sé porque el dueño de la inmobiliaria estaría en esa sucursal azul y pequeña. Bueno. Me da igual.
Fuera, mi teléfono suena de nuevo y yo me cago en demasiadas cosas a la vez. Esta vez hasta se burla de mí. Plagiándome. “Run, Forrest, Run”.

– Ah, Miguel. Te esperaba.
¿De verdad, hijo de la grandísima?
Llevo dando vueltas por la ciudad todo el día. Casi me matan en cinco ocasiones. Tres atropellos y dos cuchillos, aunque los tíos de los cuchillos nunca llegaron a más de un metro de mí. Me duele todo. Y después de eso, me llama con su app del diablo a la zona turística bonita de la playa. Váyase usted a la mierda, con su empresa y sus paquetes y su traje rojo que pide que le arranquen. Coño.
– ¿Para qué?
– Para que veas lo que has hecho.
Ah, genial. Que encima era una bomba.
– Señor, con todo el respeto…
– Acércate –dice, señalando con un ademán la baranda de madera. Ajá, sí. Ahora somos súper amigos de toda la vida. Entonces me da una mandarina. Como esto sea el precedente de un juego de palabras en el que me pide que se la pele, igual me arrestan por asesinato.
– Fructosa: llega antes a la sangre que cualquier refresco que te apetezca ahora mismo. El paquete que has entregado esta mañana estaba siendo seguido por dos empresas de seguridad, contratadas por Alberto López, pero que al final del día te han perdido y además no te han cazado colocando la trampa. Supongo que habrán intentado atropellarte, apuñalarte o ahogarte con una bolsa de plástico.
– No esa última.
Me mira de arriba abajo.
– Entonces corres más rápido de lo que yo creía.
Vladimiro saca unos prismáticos de una bolsa que tiene al lado y sonríe, mirando a la hilera de casas de primera línea, algo lejos de donde estamos.

– Empieza el espectáculo. 

3 comentarios:

  1. Te dejé un comentario cuando colgaste este relato pero no sé porqué parece que nunca llegó a colgarse. Bueno, lo intentaré otra vez, porque tenía cosas muy buenas a decir y me gustaría compartirlas. Me reí mucho con el estilo del relato, la voz de Miguel y sus desventuras un tanto extrañas. Me gusta como con poquito entendemos parte del pasado del protagonista. Todas las referencias me han hecho sonreír. ¿Vas a seguir haciendo los retos? Me encantaría seguir leyéndote!

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    1. Había puesto muchas más cosas, párrafo por párrafo la otra vez pero ya ves, hoy no estoy tan inspirada. Prometo esforzarme más la próxima vez :P

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    2. -Lee el comentario-
      -Ve que ha pasado casi un mes desde el último relato-
      -Ríe con amargura-

      Tengo planes de seguir con los relatos, y de hecho, este fin de semana voy a intentar ajustar el desequilibrio que empezó con un examen de Biología (cómo no) hace dos semanas. Eso significa subir al menos una entrada al blog. (Viva bachiller)

      Me alegro (mucho) de que te haya gustado. Y sé lo que se siente cuando se borra un comentario largo de la nada (dolóh)

      See you later, alligator

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