52 semanas · #2
Los monstruos ya no son gigantes de luengos brazos.
Alonso Quijano, defensor de la humanidad. Rozaba los cincuenta, luchaba
por su propio reino, no enfermó de cordura hasta antes de su muerte. Tuvo sus propios dioses y sus propias
condenas, de sí para sí, de loco a loco, de sombrerero a cabra. También tenía una moto antigua como vehículo
trucado y una navaja suiza que podía convertirse en el arma que eligiera, una
ayudante que se vio arrastrada por él para que le cubriera las espaldas cuando
se enfrentasen a los males de aquel mundo y una entrada para la atracción de su
propio circo.
Viajaban por una carretera secundaria en el frío
soleado de principios de febrero, Alonso, seguro de que cruzaban un páramo
desierto, Sandra, pensando que no podía dejar a su jefe en la estacada en una
España como esa, aunque el señor Quijano fuera un empresario casi fracasado con
siete tornillos de menos que posiblemente no fuera a pagarle ninguna clase de
salario.
Y sin embargo, una extraña convicción la llevaba
a seguirlo. Desde luego, no era la ayudante prendada del jefe de los escritos
de Young Adult de Wattpad. Quizás siempre había querido ser Lara Croft, quizás
siempre había soñado ser parte de los Vengadores o luchar contra los antiguos
monstruos que querían recuperar lo que antes fue suyo. Quizás Alonso le
provocaba un instinto maternal que solo había tenido antes para con su
ordenador y las heroínas de Jane Austen. O quizás, aquel mundo de cuerdos le
producía tal rechazo que vivir aquel despropósito le parecía la aventura de su
vida: algo digno de contarle a sus gatos mientras buscaba trabajo después de
haber sido expulsada de la empresa en la que llevaría unos veinte años
empleada. Sí, eso era: quería escapar del mundo. Y Alonso, gritando que debían
parar para salvar el mundo una vez más, era un perfecto bote salvavidas. Quijano
bajó de su moto, consiguiendo que se mantuviera perfectamente a la primera, y
apretó su navaja suiza mientras se pegaba al
muro de una antigua construcción que parecía más viejo que la chica que
estaba intentando dejar su vehículo aparcado de una manera que no implicara
ninguna reparación posterior. Cuando Sandra al fin consiguió dejar la moto
recta, Quijano resopló con impaciencia, y tiró de ella hasta dejarla resguardada
junto a él, en el muro bajo.
-
Tienes suerte de que no te hayan visto. Pero aun
con tu torpeza, podemos atacar rápido.
-
¿Atacar a qué?
-
¿A qué? ¡Atolondrada muchacha! ¡A los zombies
que vagan por esa ladera, a qué va a ser!
-
Pero, señor... --dijo ella, tras asomarse por
encima del muro bajo.
-
Maestro.
Eso. Era el día de "maestro". Sandra
se preguntó de qué serie de televisión había sacado aquello.
-
Maestro. Eso son molinos de viento.
- ¡Molinos, dice! ¡Valiente ignorante! O cobarde.
No tienes por qué temer, yo iré primero.
-
Pero, maestro…
El maestro ya no escuchaba, corría, con sus cincuenta años y la ropa de
cuero, hacia unos generadores de energía que Sandra calculaba demasiado lejanos
para que aquel señor alcanzase en una carrera.
-
Alonso Quijano, defensor de la humanidad.
Media hora después de la carga contra los molinos, que habían pasado a
ser torres de vigilancia hacia los que huyeron unos zombies que sabían que no
les convenía meterse con Quijano, el maestro y su aprendiz veían como caía el
sol entre las laderas.
- Alonso Quijano, terror de los no-muertos. No sé.
¿Crees que debería cambiar mi título?
Por el gesto que hacía con la navaja suiza, moviéndola hacia delante para
después mantenerla muy quieta, Sandra pensó que “El Doctor” le pegaría bastante
más. Cometió el terrible error de decírselo entre bocado y bocado del bollo que
había comprado en el último pueblo en el que habían parado, y el segundo gran
error de comentar que no luchaba contra enfermedades infecciosas, sino contra
alienígenas. Diez minutos después, exclamaba que había visto un ejército de
Daleks en una colina cerca de la línea del horizonte. Sandra dudaba de que con
sus breves explicaciones hubiera llegado a imaginar qué era exactamente un Dalek,
pero montó en su moto de todas maneras, y mientras se ponía el casco, sonrió.
El bote salvavidas de esa realidad no duraría mucho: lo sabía. Tarde o
temprano, un funcionario de la seguridad social, o algún psicólogo, o el dueño
de algún bar que se hartara de sus gritos sobre cosas que no existían, acabaría
con aquello, y Alonso acabaría en un manicomio, y ella posiblemente en la
cárcel. Pero en aquel tiempo había tenido dioses de Asgard, zombies, daleks, y maquinaciones
de James Moriarty.
Era
un sueño bonito.
Advertencia segunda.
Los monstruos tampoco son muertos vivientes.
¡Me encanta! Por todos los dioses, escribes e hilas exultantemente bien. Me encanta, no puedo decir más aunque no sea mucho, las comparativas, la escena en sí, los caracteres... ¡Genial! Esperando el tercero me hallo.
ResponderEliminarUn beso :)
Uy. Gracias. El tercero llegó una semana fuera de fecha por el pozo de Rickman, pero es extra largo. Y tengo pensado algo bonito para el siguiente, que ya he empezado para ponerme por fin al día. ¡Saludos!
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