Es morir de amor parte i: El último paseo
El trino de los pájaros mordía a Calis con dientes de melancolía. A le bruje le gustaba considerarse una persona pragmática, pero ni siquiera elle podía huir del ocasional pinchazo en el pecho. Al fin y al cabo, esos pájaros que charlaban a media tarde eran de seguro hijos, quizás algunos nietos, de los primeros que Calis había visto y escuchado en sus incursiones más tempranas en aquel bosque.
Habían sido años de arduo trabajo, de ensayos y muchos, muchos errores. Pero en aquella ocasión, tenía todas sus esperanzas puestas en haber dado con la fórmula correcta.
Fuese ese o no el caso, sí tenía evidencia sólida de que aquella era su última oportunidad para intentarlo. Daba igual si conseguía o no devolver a Laura a la vida: la suya acabaría esa noche. Había conseguido darles esquinazo a sus perseguidoras durante bastante tiempo: era algo de lo que se sentía bastante orgullose. Era una de las primeras cosas que planeaba decirle a Laura, si al final lograba hablar con ella.
Aun quedaban algunos ingredientes que recoger en ese último paseo. Calisto solo tenía que ir a por ellos: ya sabía qué rocas iba a desollar para conseguir el musgo que necesitaba para hacer su piel, qué arces iba a apuñalar para conseguir la savia que haría su sangre. Cuando terminó de llenar su cesta, se encaminó hacia el refugio. Siguió el arroyo, como lo había hecho una y mil veces, mientras el dorado de las últimas horas de la tarde le sacaba reflejos al agua. No tenía prisa. Se paró para agradecerle a aquel curso de agua toda la ayuda que le había prestado: al fin y al cabo, de no haber dado con él, no habría podido encontrar la madriguera de Laura. Al abandonarlo para regresar al bosque cerrado, encontró algunos champiñones bajo el cobijo de los árboles cercanos al cauce, y los cogió como el regalo que eran.
El frío del otoño ya calaba los huesos para cuando llegó a la puerta del refugio. Sin embargo, Calis no encendió el hogar que gobernaba la estancia. La edificación de piedra era pequeña, y Laura, bruja de la tierra, había atraído a los suyos hasta que lo agreste la había escondido con enredaderas, ramas y raíces. Sería casi invisible para ojos que no la estuvieran buscando expresamente, pero si Calisto empezaba una hoguera, sería una llamada para quienes le estaban persiguiendo. Así, le nigromante se contentó con buscar la calidez en un hechizo que no dejase trazas mientras situaba las partes del futuro cuerpo de Laura encima de la mesa de madera. Las ramas para sus huesos, que había seleccionado cuidadosamente tarde tras tarde tras tarde. En mitad de su pecho, el recipiente que contenía la savia de los arces, que Calis había tallado del corazón de un árbol mayor que las ancianas de más edad de su antiguo aquelarre. Las flores secas que culminaban los arbustos que había elegido para hacer sus pulmones, unidos al resto de la planta, trazando un camino sin interrupciones hasta la savia. Todo estudiado, todo marcado. Todo probado en modelos a menor escala, de manera que Calisto estaba segure de que la mecánica funcionaba.
Respecto a la parte del alma, solo podía tener fe. Al fin y al cabo, tenía un único intento: el precio que tenía que pagar para que Laura volviera era irse elle.
Sabía que no era uno que Laura aceptaría, pero no estaba allí para intentar detenerle.
Le bruje terminó de preparar el hechizo antes de lo previsto. El sol aun no había cesado su reino. Calisto, que tenía que esperar a que su maestra gobernara el firmamento para dar comienzo al ritual, observó el interior de la madriguera. El hogar apagado, que ocupaba la mayor parte de la pared de la derecha. La cama, al fondo, separada del resto de la estancia por pesadas cortinas verdes. La mesa en el centro, las dos sillas de madera oscura. El sofá, debajo de la única ventana, enfrente de la cama. La puerta a una despensa generosa, la que daba al baño, que estaba francamente desproporcionado para el resto de aquella madriguera. Cabían dos personas en aquella bañera.
Prácticamente todo parecía estar hecho para dos, lo que era deliciosamente irónico, porque nunca habían compartido aquel espacio.
Podría esperar a Laura en el porche, encaminándola a casa con una luz encendida. Sin embargo, el universo no las había unido jamás con costumbrismo, así que era una estupidez falsearlo en sus últimos momentos como persona corpórea en él. Así que le nigromante dejó la madriguera atrás y se encaminó hacia el claro más cercano. A diferencia del lugar donde se encontraba la madriguera, que estaba cubierto por árboles cuyas copas apenas se respetaban entre ellas, allí los árboles se distanciaban hasta dar paso a la hierba.
Allí, Calisto se acostó y miró hacia arriba. En el cielo no había astros, solo nubes navegando sobre un fondo que comenzaba a derretirse del morado al azul cada vez más débil que daría paso a la noche. Las briznas del césped salvaje le acariciaban la piel desnuda de la cara y la manos, tímidas, casi serviciales.
Aquella sería la última vez que tendría que usar aquella sensación como sustituta de los dedos de Laura.
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